Al escribir una novela proletaria, Nicomedes Guzmán hacía una declaración explícita: su trabajo literario debía colaborar con la construcción de una sociedad más justa para Chile, siguiendo en particular el camino de la revolución. La sangre y la esperanza, por lo tanto, es al mismo tiempo un retrato y una acción política o, si se quiere, la pintura interesada de una clase social.
El puro hecho de particularizar los lugares donde transcurre la novela es ya una toma de posición. La sangre y la esperanza quiere indicar que los espacios en que viven los obreros poseen una forma propia de belleza, y que en ellos no solo se viven escenas de degradación sino también historias heroicas o elevadamente trágicas.
Lo que se puede leer es una estética: la estética de la ruina, del contraste entre la familia Quilodrán, el ejemplo idealizado de sujeto popular, y los otros personajes del drama, los que encarnan las posibilidades menos felices del hombre, los caminos degradados que la explotación del obrero también puede producir. La sangre y la esperanza es la novela de un grupo social secularmente marginado que se arma de una voz reconocible para poder entrar en el debate acerca de su propio destino. Al hacerlo debe organizar una identidad clara y definida, a veces más clara y definida de lo que son las identidades en la experiencia real o cotidiana.
Vivimos un momento parecido, qué duda cabe, pero no idéntico. También hoy es momento de construir identidades con sentido político, también hoy se debate nuestro destino en la discusión social. Esta novela fundamental, que habla de compromiso y de poesía, vuelve sin duda a ser actual. Como lo hizo en los cuarenta y los setenta, seguirá formando la sensibilidad de quienes están dispuestos a pensar y crear una sociedad más justa para Chile.