¿Qué lector no querría tener la cabeza de Mary Ruefle reducida, del tamaño de una naranja, sobre la palma de la mano? Reducida, conservada y a salvo, una muñeca real que nos acompañe en la adultez a leer y ver el mundo con la mirada entusiasta y asombrada de los niños. Sorprendentemente cercana y a la vez compleja, transparente y al mismo tiempo extraña, la prosa de Ruefle —a ratos anecdótica, otras ensayística, a veces poética— nos introduce a un bosque fértil para la imaginación y el goce. Nos enfrentamos al mundo como si lo viéramos por primera vez, y es una celebración y también una tristeza liviana, un viento fresco en un día oscuro y claro. Y de pronto dejas el libro a un lado y «estás dormido. El día se terminó. Ya no puedes describirlo. Así es la vida. Se acabó».